Un piano
Un piano. Un piano negro. Mi piano. Negro y brillante. Recio, suave, orgulloso. Un piano recto, respetable, erudito. Es mi piano. Es un piano genial, majestuoso, altivo y arrogante. Un piano ilustre y antiguo. Muchas manos lo han acariciado. Dedos de todas las edades han tenido escalofríos de placer al tocar las teclas blancas y negras. Incontables damas han suspirado al sentir el sonido del piano lamiendo su piel cual lengua de fuego. Su música embriagadora ha convertido en héroe al más cobarde. Sobre su lustrosa piel negra se han vertido mil lágrimas e incluso sangre. En su lomo se han subido algunas doncellas, que oyendo esa música seductora, perdieron su inocencia. Este ébano genial ha costado muchas estocadas y cortes. Mi piano tiene ya muchos años. Algún hábil carpintero usó su mejor madera, las cuchillas y sierras más afiladas, el esmalte más brillante y resistente. Sin saber lo que realmente creaba, moldeó la apariencia del instrumento. Creó el cuerpo donde otro gran artesano pondría las mejores cuerdas. Y le puso las entrañas. Más tarde, cada uno de los pianistas que lo tocó, le mostró y le dio un poco de su alma. Éste es un piano especial que no tiene nombre ni estampa. Jamás ha estado mucho tiempo en el mismo sitio. Es un piano que respira, que piensa, que vive. Y ahora mi piano es tuyo”
Y solo estas fueron sus últimas palabras. En la habitación donde murió mi padre solo estábamos el piano y yo. Mi padre murió solo y triste. Mi madre hacía tiempo que se había marchado para no volver. Supongo que mientras duró mi infancia no me separé de ella, pero en cuanto llegué a una edad madura para mi padre, él nos separó. No recuerdo el primer día que subí al oscuro estudio. Pero ese día, para bien o para mal, empezó realmente mi vida.
Mi padre tenía el piano negro en su estudio. Era un lugar que estaba permanentemente en penumbra, con montañas de partituras tiradas por el suelo, ligeramente húmedo y desde luego, amenazante. Poco a poco esa terrible sensación se fue desvaneciendo a medida que el piano empezaba a gustarme y yo empezaba a gustarle a él. Eso era lo que yo y mi padre hacíamos siempre encerrados en el estudio. Tocar sin parar. La obsesión de mi padre era que yo tocase el piano mejor que cualquier maestro. Pasábamos el día entero en el estudio. Uno de esos días, cuando el sol ya se ponía tras el horizonte, mi madre no estaba. Se había ido para recomponer los pedazos del corazón que mi padre había destrozado. Había recogido algunas joyas, algo de dinero, ropa y se había ido. Esa noche lloré mucho. Pero la mañana siguiente mi padre me subió al estudio de nuevo y, muy serio, empezó a explicarme la necesidad de un ritmo adecuado.
Alguna de las pocas visitas que mi padre recibía debió convencerlo para que yo fuera a la escuela. Incluso los maestros necesitan una formación básica. Así, cuatro cursos más tarde que los demás, empecé yo la escuela. Pero para mi padre, el tiempo que todos los chicos pasaban en la escuela, era innecesario. Yo salía siempre dos horas antes que todos los demás. Eso no me ayudó mucho. Los chicos no se me acercaban porque siempre me esforzaba al máximo en clase. Aunque ellos no lo supieran, mi padre me azotaba con cada mala calificación. Las chicas de la escuela cuchicheaban sobre el lúgubre chico que nunca hablaba con nadie. Y todas las madres criticaban al padre que nunca iba a las reuniones. Todos los trabajos de grupo los hacían sin mí. De todas las excursiones que se hicieron, nunca fueron a ninguna. Durante todo el tiempo que estuve en la escuela, y más tarde en el instituto, yo era como un fantasma
Pero nunca odié al piano ni a mi padre. Mi padre me había enseñado a tocar el piano y el piano me servía para soñar despierto. Yo quería a mi padre, él fue más maestro que padre, pero siempre le quise. Cuando yo tocaba, mi padre se sentaba a mi lado en una banqueta vieja y me escuchaba. Me hizo aprender centenares de obras; si las tocaba mal me reñía y si para él el error era demasiado grave me pegaba una bofetada. Pero cuando yo tocaba mis propias canciones, jamás las criticaba ni me reñía, sólo escuchaba. Y, por supuesto, era imposible odiar al piano.
Algunas noches oía a mi padre llorar. De pequeño siempre pensé que lloraba por culpa de las personas, porque el piano no podía hacerle daño. Así que para que yo jamás tuviera que llorar como él, me encerré en mi piano y allí viví. He vivido toda mi vida con el piano. Sólo con él.
Ahora ya he vivido lo que me tocaba vivir. He vivido mi vida con mi piano y mi música. He vivido mi vida entre compases, rodeado de notas, robando sueños a músicos de todo el mundo y todas las épocas. He vivido mi vida sentado en una banqueta acolchada de suave terciopelo negro. Mis dedos han envejecido reposando en las suaves teclas del piano. Y hoy, me muero.
La enfermedad que consume mi cuerpo no importa. Pero hoy me muero; y hoy voy a tocar mi última canción. La más importante. Mi canción. Mi padre me contó una vez, que todos los verdaderos músicos, antes de morir tocan una última canción. Éste es mi momento. Mi piel tiembla sólo con pensar en que voy a tocar el piano por última vez. De mis viejos ojos salen tímidas lágrimas. Me he vestido de gala, cual último concierto. Mis arrugadas manos se acercan lentamente a la superficie del piano. Un escalofrío recorre mi espalda en cuanto lo acaricio. Suavemente, sin prisa, me acerco a las teclas. Cierro los ojos y junto a la primera nota mi alma empieza a soñar. Es un sueño plácido, en el reino de la música, donde todo es sonido. Es donde siempre me he refugiado. Mi casa, el único lugar que yo llamo hogar. Cálida y tierna, la música se enreda sobre mis dedos y sigue enroscándose por mis brazos hasta llegar al corazón. Se acelera siguiendo el ritmo que imponen mis últimos latidos. La música se enciende al rojo vivo cuando la adrenalina se dispara. Es ella la que surca con bravura la sangre de mis venas. Ardiente, llena mi cuerpo. Y así, yo, me convierto en melodía. El éxtasis estalla en llamas de mil colores musicales que me rodean y acarician.
La música se calma, el fuego desaparece y se convierte en un tranquilo estanque en el que floto. Lentamente el estanque, el reino, la música, desaparecen para siempre. Abro pesadamente mis ojos llenos de lágrimas. Siempre creí lo que me dijo mi padre; y así, creyendo lo que él me decía, he conseguido tocar mi última canción. La última canción. Y ahora que por fin mis lágrimas son de alegría, puedo morir. Una de ellas, salta atrevidamente hacia el piano. Al caer sobre una tecla suena imperceptiblemente una nota. Cualquier otro hombre no la hubiera oído, pero yo sé que, en esta habitación vacía, sólo él puede decirme adiós.
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