Muy a menudo, al ver una película viejuna, anterior al 1990, me viene a la cabeza el famoso verso de Manrique que preside este artículo. La nitidez de aquellos tiempos remotos no se puede comparar a la claridad actual de las películas rodadas en Imax, tampoco es justo poner los efectos especiales de entonces junto a las maravillas técnicas que generan los maestros del CGI. Pero, ¿qué más da todo eso cuando una película del 1978 rodada con una mísera fracción de lo que cuesta cualquier blockbuster les supera en alma y corazón?
Martin, del maestro Romero, es la incursión personal de un director obsesionado con darle la vuelta al cine de terror en el sobreexplotado mundo de los vampiros. El maestro crea una atmósfera onírica y tensa en la que incluso las secuencias más surreales extienden sus tentáculos de terror hasta el espectador. El gran misterio de la película no es descubrir quién es el vampiro o si los buenos conseguirán matarlo a tiempo; para empezar, en Martin no hay buenos y el misterio consiste en descubrir si el protagonista es un vampiro o sólo un desequilibrado psicópata más. La magia, el toque de calidad, la gracia de la película está en la manera que tiene Romero de abordar la cuestión, centrándose en los conflictos emocionales y las rarezas del protagonista en vez de en sus particularidades vampíricas.
Resumiendo, Martin es una película realizada con verdadero amor y pasión para con la idea a ejecutar y eso se nota en todos y cada uno de los planos. Es cierto que los espectadores actuales pueden no estar acostumbrados a un ritmo un tanto distinto pero si te resistes a ver esta película, sea la que sea la razón que esgrimas, te estás haciendo un flaco favor.
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