Jugando
Ricky se escapa. Pese a sus pocas posibilidades, lo intenta una y otra vez. Me levanto, lo cojo mientras balbucea alguna queja y lo vuelvo a dejar cerca de donde tenemos las cosas. Intento que se quede quieto tentándole con el biberón pero lo aparta de un manotazo y vuelve a gatear. Me levanto, lo cojo y lo dejo en su manta. Refunfuña un poco y se lanza otra vez. La tarde no invita a moverse, la hierba está fresca y el sol brilla con fuerza. “Ya volverás” le grito. Pienso que me entiende, pero no me hace ni caso y sigue adelante. Con un vistazo de vez en cuando será suficiente; en el parque no hay ningún peligro y tendrá hambre porque aún no ha comido. Las palomas picotean migas de pan a su alrededor.
Ricky casi se arrastra hacia un corro de gente que está mirando algo. La curiosidad puede con la pereza, así que me levanto. Enseguida alcanzo a Ricky, me lo cuelgo del hombro y, quejándome de las manchas de hierba y tierra, me acerco al grupo. Todos miran sorprendidos a un chaval que duerme plácidamente en un banco. A su alrededor hay una verdadera manada de críos jugando. Bebés que, tras escapar de sus padres, escarban bajo el banco. Tres o cuatro pelotas de goma van de un lado para otro entre risas y gritos. Todos los niños del parque se han puesto a jugar justo ahí, junto al chaval que duerme. Corretean y se persiguen. Unos indios atacan a unos vaqueros. Los cacos escapan de los polis y los que más corren ganan las carreras. Mientras, el chico duerme.
Ricky insiste en deshacerse de mí. Lo dejo en el suelo y avanza decidido. Los padres no pueden dejar de mirar a sus hijos y ya hay gente que se acerca a ver qué pasa.
Ricky se esfuerza en subir al banco para estirarse al lado del chaval que duerme pero no lo consigue. Un niño mayor le ayuda, todos los demás siguen jugando.
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