San Martín del Acantilado
Una encapotada mañana llegaron noticias de guerra. Un ejército titánico y cruel se acercaba. En pocos días ya había arrasado varias poblaciones vecinas imponiendo un duro y sangriento orden. Sólo un pequeño batallón se oponía al enemigo cerca de allí. La noticia corrió ligera como el viento y los pescadores, pronto tomaron una decisión. Si ni las poderosas tormentas, ni los huracanados vientos, ni los caudalosos aguaceros habían podido con ellos tampoco podría un ejército de hombres.
Hombres, mujeres, niños y ancianos; todo aquel que pudo empuñar un arma lo hizo. Se despidieron de sus amigos y familias y marcharon a combatir. Firmes y unidos se alejaron entre las brumas.
Los pocos que quedaron rezaban cada día a San Martín para que protegiera a los suyos. Rezaban en el camposanto, donde los pescadores son enterrados al pie de las furiosas aguas del acantilado. Bien cerca del mar y del viento.
En unos días el crujir de un pesado y viejo carromato interrumpió sus plegarias. Con los ojos enrojecidos, el dolor en su cara y cojeando; el hombre más fuerte y fiero de San Martín guiaba a un flaco burro por el camino del pueblo. Sin decirse nada, los que tanto habían rezado, empezaron a bajar los cadáveres del carro y a cavar sus sepulturas mientras el pobre hombre lloraba en el suelo. La tristeza y el dolor inundaban sus espíritus y poco a poco, silenciosamente, todos empezaron a llorar mientras enterraban a sus amigos y familias. Incluso el cielo y el mar lloraron. Llovió agua salada con furia y tristeza. El mar y el cielo se unieron en un gris pésame.
Mientras cavaban la última tumba vieron al ejercito invasor acercarse amenazante para reclamar lo que no era suyo: su pueblo y su libertad. Los hombres y mujeres de San Martín cuando acabaron de enterrar al último de los suyos, se unieron al gris del cielo y del mar para guardar sus almas. Desde el borde del cementerio, tras un último rezo en memoria de los hijos del mar, alzaron sus brazos y echaron a volar. Todos se perdieron en el gris mientras los truenos hacían temblar las piedras de San Martín del Acantilado.
Todos menos uno. El maltrecho hombre que no había dejado de llorar en el suelo se levantó por fin. Con los dientes apretados y una mirada desbordada de ira agarró con fuerza una pala. Pero un suave viento marino calmó totalmente su rabioso semblante. Tiró la pala y con los brazos abiertos, voló.
podrías dedicarte a contarnos historias (a viva voz) este invierno, tapados con una manta y chocolate a la taza. si quieres te regalo un perro y una chimenea.
ResponderEliminarvaaaa....
A mí tambien me gustan estas historias cercanas que escribes, trasmiten emociones. No pares, sigue, sigue ...
ResponderEliminarGracias a las dos!!!!
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